EL «OSCURO» LLAMADO DE LA MÚSICA
REPORTA: Sheila Viana
La Coral… la Cantoría…. el Orfeón… Entré en la Coral por allá en el año 87, cuando los martes ensayaban unos, los miércoles otros y al final, el viernes, todos juntos en aquello que comenzaba a llamarse “El Orfeón”. Pronto el Orfeón llenó todos los ensayos y Coral y Cantoría se fundieron en una sola voz, aunque con muchas bajas por razones diversas. Pero… ¿Cómo llegué yo hasta el cruce que cambiaría totalmente mi vida? Había ingresado en la USB para estudiar, muy a mi pesar, Ingeniería Química. Y digo muy a mi pesar porque mi verdadero amor era la Química, no la ingeniería. Había varios ingenieros químicos en mi familia que me presionaron diciéndome que “solo” la Licenciatura en Química me convertiría en una muerta de hambre, que no había campo laboral, y que a los ratones de laboratorio no los contrataba nadie. Yo era muy jovencita y bastante “crudita”, así que no me opuse y entré en Ingeniería. Craso error, aunque pronto llegaría la música para librarme de él. Pero antes de llegar a ese punto, déjenme continuar un poquito con los antecedentes. Harta de no ver ni una materia de química y cansada de tantas mates y físicas como embudo de entrada a mi añorado mundo de fórmulas mágicas, decidí que me colaría de oyente en todas las asignaturas de química, aunque no me tocaran. Terminé yendo a tantas clases de química que al final no iba ni a física ni a matemáticas. Entendí que, si no sorteaba esas asignaturas, jamás vería química de forma “legal”, así que me esforcé y logré llegar a mi primera clase “oficial” de química, pero mi ánimo estaba muy derrumbado y había empezado a conocer a mi otro amor… ¡la música! Habíamos hecho un pequeño grupo de estudio para un examen de matemáticas y decidimos estudiar por la noche en un salón del segundo piso del MYS. ¡Por fin había logrado ponerle empeño a las dichosas mates! No es que me llevara mal con ellas, pero yo quería química, ¡cipotes!, aunque fuese sólo como incentivo para estudiarme el resto de asignaturas. Cuando estábamos en pleno meollo de la parte más complicada, comenzamos a escuchar gente cantando unas “cosas” muy raras. No había forma de concentrarse, así que agudicé mi oreja y seguí las voces hasta el 105. Abrí la puerta de sopetón dispuesta a armar un escándalo cuando me quedé estupefacta. Habría unas 30 personas sentadas y un señor de pie, vestido totalmente de negro y aleteando como un zamuro. Casi hasta me asusté, porque “ese señor” me miró fijamente como si quisiera asesinarme. Una chica se levantó y vino corriendo hacia mí y me dijo: “Ummmm, tienes cara de contralto. Pasa y siéntate allí, al final el Maestro hablará contigo”. No me pregunten por qué obedecí como un corderito. Aquello desprendía magia por todas partes y “olía” hermoso. Sí, tuve una sensación olfativa más que auditiva. Cuando me senté, me llovieron hojas impresas en un lenguaje extraño, eran como bolitas negras y blancas, algunas con palitos, que bailaban sobre cinco líneas paralelas horizontales. ¡Parecían conjuros ocultistas! Como añadidura y después de mi escalofriante interrupción, el señor de negro dijo. “Continuemos”. Empezó a aletear de nuevo y el grupo comenzó a cantar: “Con ésta ramita voy a santiguar al Negro Mandinga”. “¡Caray! ¡Esto es una secta!”, pensé. Casi me levanto y salgo corriendo de allí, pero había un imán que me mantenía pegada al pupitre, como si no tuviese voluntad. Aún me sonrojo por mi ignorancia en aquella época. Terminó aquello y el señor de negro me dijo “Ven”, Me acerqué a él, que se había sentado al piano y me pidió que repitiese las notas que tocaba. Lo hice sin rechistar, y al final de la prueba me dijo: “Bienvenida. Tienes inteligencia musical, serás una buena contralto. Nos vemos el martes a las 5:30”. Era viernes…Me pasé todo el fin de semana pensando en aquello y no lograba dilucidar ni qué había ocurrido ni qué pintaba yo allí. Sólo sabía que tenía unas ganas tremendas de ir otra vez. Cuando llegué el martes el panorama era diferente. Esta vez había una señora joven pero con el pelo totalmente blanco, y recuerdo que pensé “¡cipotes! Primero un Zamuro y ahora Morticia! Y ooootra vez a cantar el mandinga ése. Ese martes me lo “contaron todo”. Que el señor de negro se llamaba Alberto, que la señora de pelo blanco se llamaba María y que tenía que aprenderme rápido la música de «El Santigüao» si quería formar parte en el disco “Coros del Mundo” que se grabaría al mes siguiente. ¡Había entrado en el OUSB! Gracias Josianne, mi afortunada reclutadora (y a las “matemáticas”)Y hasta aquí llegó la ingeniería.- La música cambió mi forma de ver el mundo, y Alberto y María, me abrieron el alma de un tirón. Gracias Maestros. Gracias compañeros. Siempre seréis mi familia. |
NOTA DEL EDITOR: Agradecemos a Sheila su simpático relato de cómo ingresó a la CUSIB y se dejó atrapar por la música coral. Otra anécdota que nos llegó vía Cuéntanos
Muy buena, jaja