Se me sigue encogiendo el corazón cuando visualizo aquel bosque y revivo aquel momento que nunca olvidaré. Nuestras caras y sobre todo la de Alberto, que siempre inspira confianza, estaban desencajadas. La gente sentada en el suelo alrededor de la mesa en la que se ofició la Misa miraban hacia el suelo. Un sentimiento de culpabilidad inaudito. «Yo sí llegué y estoy viviendo y sintiendo lo que ellos no pudieron”. Intenté ser un instrumento para que sus voces sonaran, pero ni eso salió muy bien. La garganta cerrada y las lágrimas que brotaban sin que las pudiera parar me lo impidieron.
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